El cielo se tornó de un gris más oscuro, el suelo se cubrió de rojo carmesí. Y el dolor, una vez más, no solo golpeó los cuerpos, sino que atravesó los corazones. Lo que comenzó como una noche de alegría, en cuestión de segundos, se convirtió en luto. Al amanecer, una nación entera se estremeció. Fuimos testigos de cómo cientos de sueños se apagaban, de cómo la vida se arrodillaba frente al sufrimiento, del grito mudo de quienes no podían creer lo que estaban viviendo.
Hijos, padres, hermanos, esposos, amigos, compañeros de trabajo, atletas, líderes… La tragedia no discriminó. Todos, de alguna forma, albergamos la esperanza de que aquello fuera solo un sueño. Pero no lo era. Era una realidad tan dura que dolía incluso respirar. Una pesadilla viva, de la que muchos no despertaron en este plano terrenal.
Y sin embargo… a la mañana siguiente, el sol volvió a salir. Brillante. Firme. Como un susurro divino que nos recordaba que, incluso en medio del sufrimiento más profundo, aún hay esperanza. Que, aunque el alma esté rota, aunque la herida siga abierta y la ausencia pese, Dios sigue presente. Y su fidelidad permanece.
Para quienes perdimos, observamos o despedimos. Para quienes dimos un último abrazo o nos quedamos con el corazón hecho trizas, este nuevo amanecer trae consigo una promesa: el dolor no tendrá la última palabra. La vida, aunque sacudida, continúa. Y el amor, aunque herido, permanece. Porque el sol no solo vuelve a salir en el cielo. También renace, poco a poco, en el alma.
El pasado 8 de abril, la República Dominicana vivió una de esas jornadas que quisiéramos borrar de la historia. La tragedia golpeó sin aviso, y nos dejó en silencio, con el corazón encogido y los ojos nublados por la impotencia y el dolor. Perder vidas, hogares o simplemente la sensación de seguridad, nos desarma. Nos recuerda lo vulnerables que somos, y lo poco que realmente controlamos. En esos días grises, las palabras parecen insuficientes y el ánimo se esconde. Y aún así, hay algo que nunca cambia: el sol siempre vuelve a salir.
Al reflexionar en esto, no sola la expreso como una frase bonita. Es para mi una verdad profunda, que ha acompañado a la humanidad desde siempre. Después de cada tormenta, llega un momento de calma. En esa calma renacen la fuerza, brota la esperanza, y empezamos, una vez más, a reconstruir. Este no es solo un llamado a no rendirse, es un recordatorio de que el dolor también tiene propósito. Nos humaniza, nos une, nos impulsa a ser mejores. A mirar con ternura al otro, a valorar lo cotidiano, a agradecer cada rayo de luz que entra por nuestra ventana.
Como pueblo, los dominicanos sabemos levantarnos. Lo hemos hecho antes y lo haremos otra vez. Primero porque Dios está con nosotros —como está en nuestra Bandera—. Y segundo, porque en nuestro ADN vive el coraje, la solidaridad y ese espíritu indomable que no se rinde ante la adversidad. Esta tragedia no nos define. Lo que nos define es cómo respondemos a ella.
A quienes han perdido seres amados, sepan que el país entero abraza su dolor. A quienes sienten miedo o incertidumbre, no están solos. Y a quienes aún no encuentran sentido a todo esto, les invito a confiar: Dios sigue en control. Y sanaremos. No se trata de olvidar, sino de aprender a vivir con lo vivido, de transformar el dolor en memoria, en acción, en propósito y en fe, conocer a Dios a través del quebranto.
Hoy, el cielo sigue nublado para muchos. Pero el sol está ahí. A veces oculto, a veces lejano… pero siempre listo para volver a brillar. Solo necesitamos darnos permiso para mirar hacia adelante, aunque sea con pasos pequeños. Acompañarnos los unos a los otros. Permitirnos llorar. Y, con el tiempo, volver a sonreír. Porque sí, duele. Pero también sana. Porque sí, se cae. Pero también se levanta. Porque, aunque hoy todo se vea muy gris… el sol volverá a salir.
Y hoy, más que nunca, aprendamos la lección: el dolor nos enseña a abrazar más fuerte, a amar con mayor pasión y entrega, a soltar el enojo, a aprovechar al máximo cada segundo. A abrir nuestros corazones a Dios. Esta vida es un regalo y debemos aprender a vivirla con propósito. Porque mientras esperamos nuestro destino final: El Cielo, donde ya no habrá más dolor, el sol sigue saliendo… y cada nuevo día es una oportunidad de empezar de nuevo.
«Por la noche durará el lloro, y a la mañana vendrá la alegría.»
(Salmos 30:5 RVR1960)
¡Feliz y bendecida semana!
Con cariño,
Nataly Paniagua