Esta es la versión 2.0 de un texto que escribí con el alma. Hoy, desde un corazón más consciente y una fe más arraigada, lo comparto nuevamente contigo. Porque su amor sigue siendo el mismo… pero yo ya no soy la misma.
Aquella tarde, el cielo se cubrió de tinieblas. Un silencio abrumador se apoderó del ambiente cuando el Hermoso Caballero de la Cruz exhaló su último suspiro. La tierra tembló, y las cortinas del templo se rasgaron de arriba abajo. Todo parecía haber llegado a su fin. La esperanza, que había caminado entre ellos, parecía apagarse junto con su aliento. Las lágrimas corrían sin consuelo, y entre la multitud, un grito desgarrador rompía el aire: era el lamento de una madre que perdía a su hijo. A partir de entonces, ella adquiriría el estatus para el que hasta hoy no se ha encontrado nombre. Mientras la oscuridad envolvía el día, se escuchaban carcajadas siniestras —la Muerte celebraba lo que creía su mayor victoria.
La semana pasada, gran parte del mundo conmemoró la llamada “Semana Santa”, recordando la vida de Jesús. Para muchos, estos días representan descanso, reencuentro familiar, ciertas restricciones alimenticias, o incluso un momento de emoción frente a películas que narran el nacimiento, vida, muerte y resurrección de ese extraordinario hombre llamado Jesús. Y no quiero decir que está mal disfrutar de esos momentos, de ninguna manera. Pero para quienes hemos sido alcanzados por su amor, Jesús no es una tradición anual, ni una fecha en el calendario. Él es una realidad viva que transforma cada segundo de nuestra existencia.
Cuando pienso en su sacrificio, no necesito esperar un día específico para recordar. Basta con cerrar los ojos y contemplar la escena: Jesús orando con angustia hasta sudar sangre; siendo arrestado, golpeado, humillado. La corona de espinas clavada en su frente, los latigazos que desgarraron su piel, el peso del madero en forma de cruz sobre sus hombros heridos. El sonido del martillo, los clavos perforando sus manos y pies. Las burlas que no solo herían sus oídos, sino también su corazón.
Contemplo su desangramiento. Y en ese momento tan crudo, lo veo pronunciar siete palabras. Siete palabras que no fueron casuales, sino reflejo perfecto de lo que vino a entregar: amor, perdón, compasión, entrega, fe, cumplimiento, victoria. Cada una de ellas sigue resonando en los corazones que le buscan.
Luego, mi mirada se posa en los lienzos que lo envolvieron y en la fría tumba que lo recibió. El frío de la piedra. El silencio del sepulcro. Parecía el final definitivo. Pero en esa aparente derrota, se gestaba el milagro más grande: la Resurrección.
Les confieso que lloré su muerte y le adoré por mucho tiempo en la cruz. Hasta que mi alma se llenó de gozo al entender que el sepulcro quedó vacío. Que la risa de la muerte fue silenciada cuando Jesús se levantó con poder. Esa es la verdad que sostiene mi fe: la tumba no pudo retenerlo, y su victoria es ahora también la mía.
Hoy quiero recordarte —o quizás decirte por primera vez— que Jesús fue herido para que tú y yo fuésemos sanados. Fue condenado para que pudiéramos vivir en libertad. Fue abatido para levantarnos. Fue desfigurado para devolvernos la identidad. Su sangre preciosa, derramada en aquella cruz, es la más poderosa declaración de amor que alguien ha hecho por ti y por mí.
Si ya lo conoces, sigue creyendo. Aférrate a esa verdad con todo tu corazón. Y si aún no le has abierto la puerta de tu vida, te invito a hacerlo hoy. Él es el Caballero de la Cruz, el que no irrumpe, sino que llama. El que no condena, sino que restaura. Si le permites entrar, te aseguro que jamás te arrepentirás.
Celebremos a Jesús, el Caballero de la Cruz cada día, no solo con palabras, sino con vidas transformadas. Vivamos conscientes de que su resurrección es la garantía de nuestra esperanza. Porque, así como Él se levantó, también nosotros lo haremos un día… y estaremos para siempre con Él. Porque nuestro destino final no es la muerte, es el Cielo.
«¿Por qué buscan ustedes entre los muertos al que vive? No está aquí; ¡ha resucitado!»
(Lucas 24:5-6 NVI)
«Eres el más apuesto de todos! ¡De tus labios se desprenden palabras amables! Dios mismo te ha bendecido para siempre».
(Salmos 45:2 NTV)
¡Feliz y bendecida semana!
Con cariño,
Nataly Paniagua