Un domingo de abril de 1984, en un hospital de Santo Domingo, nací yo. Afuera, el país agitaba su voz en protesta y huelga; adentro, mi madre —fuerte y valiente— me traía al mundo con lágrimas, fe y amor. Fui recibida entre dolor y gratitud, como un susurro de esperanza en medio del caos. Ese día comenzó mi historia… escrita primero en el vientre de una mujer que me enseñó cada día, sin saberlo, lo que era ser madre.

Años después, sería mi turno. Aquella niña, ahora mujer, comprendería el verdadero significado de dar vida, cuando la mañana del miércoles 29 de octubre del 2014, en medio del agotamiento físico y emocional, entre lágrimas y emociones encontradas, contemplé por primera vez el rostro más hermoso que había visto: mi Abigail, la primogénita de mamá. Irradiaba una luz que solo puedo describir como celestial. Fue en ese instante cuando comprendí, como nunca, la grandeza y el amor incomparable de Dios.

¡Nació viva! ¡Es una niña! ¡Aquí está tu bebé! Palabras que aún resuenan en mi alma como la melodía más dulce. El dolor físico desapareció. Las náuseas, el cansancio, los cambios de humor... quedaron atrás. Nada importaba más que tenerla en mis brazos. Ese día, por pura gracia, el cielo me llamó “mamá”.

Casi cinco años después, el 3 de abril de 2019, llegó mi segundo milagro: Josué. Un príncipe que llenó mi vida de ternura. Pensé que jamás podría sentir algo tan profundo otra vez, pero entendí que el corazón de una madre se expande sin límites. Cada hijo es un propósito del cielo.

También he recibido otros tres regalos: Randy, el hijo biológico de mi esposo, quien llegó a mí con catorce años al momento de casarme. Y en 2018, tras la partida de mi hermana Lissaura, recibí a mis sobrinas gemelas, Marie Liz y Liz Marie, como hijas del corazón.

Hoy soy Madre de cinco. Algunos nacieron de mí, otros llegaron como herencia divina, pero a todos los amo con el alma. Elegí aceptar el llamado de Dios y abrir mi corazón a cada vida que Él puso en mi camino.

La maternidad no es fácil. Está hecha de noches sin dormir, paredes rayadas, rabietas inesperadas, adolescentes en proceso y una casa desordenada. Pero todo vale la pena cuando escucho: “mamá”, “mami”, “mamita”. Sus caricias, sus abrazos, sus pequeños gestos hacen que el tiempo se detenga, y desee que no crezcan más.

Ser madre es mucho más que parir. Es cuidar, guiar, amar sin reservas. Es un llamado divino que nos honra y nos reta. Fuimos escogidas para algo poderosamente grande. 

No importa si los hijos son biológicos, adoptados o espirituales; todos llegan con un propósito divino. Yo tengo el privilegio de ser madre en todas sus dimensiones: he parido, he recibido, he abrazado vidas que no nacieron de mí, pero que Dios confió a mi cuidado. Y aún más valioso: tengo la dicha de ser hija.

Soy hija de mi amada mami María, mi madre biológica, madre de cinco y un ejemplo vivo de verdadera maternidad, la mejor del mundo. Por la misericordia de Dios, aún tengo el privilegio de abrazarla. También soy hija espiritual, guiada con amor por mi madre del alma, Yanet, quien cuida de mi espíritu con ternura, sabiduría y propósito.

Y está Cristian, mi madrastra, que llegó a mi vida cuando mi padre se casó con ella, hace casi tres décadas. Al principio no entendía su papel, pero con el tiempo descubrí que fue una bendición silenciosa, constante y real. A veces, lo que no comprendemos al inicio se convierte en una de las formas más puras de amor.

Soy una mujer verdaderamente dichosa. La maternidad me ha abrazado en todas sus formas. Soy madre... y soy hija. Y en esa danza sagrada entre dar y recibir, Dios me ha enseñado que el amor no tiene una sola forma, pero sí un solo origen: Su corazón.

Ser madre y ser hija es un llamado divino que va más allá de la sangre o la biología. Es un vínculo del alma, un canal de amor, un propósito eterno. No todas parimos, pero todas podemos dar vida con nuestras palabras, nuestras acciones, nuestro cuidado y compasión. 

A ti, mujer que aún no ha parido, no pierdas la esperanza. Dios sigue escribiendo historias, y la tuya aún tiene páginas por llenar. A ti, que necesitas sanar la relación con tu madre, da ese paso valiente. El perdón abre puertas que el orgullo mantiene cerradas. A ti, que anhelas abrazar la maternidad espiritual, abre tu corazón. Hay una madre diseñada para ti y muchas vidas que esperan tu guía y amor.

Hoy te invito abrazar el milagro de ser madre en cualquier forma que el cielo te lo permita. Pero también te invito a no olvidar el valor de ser hija: agradecida, consciente y dispuesta a amar incluso en medio de la imperfección. Y mientras esperamos nuestro destino final: el Cielo, no olvides que fuiste escogida para amar como una madre... y vivir como una hija.

 

«Los hijos son un regalo del Señor; son una recompensa de su parte». (Salmo 127:3 NTV)

 

¡Feliz y bendecida semana!

 

Con cariño,

 

Nataly Paniagua