Era martes, 1 de junio de 2010, en un hospital de Santo Domingo. El sol brillaba como de costumbre, pero aquel día su luz pareció empequeñecerse frente al resplandor de sus rostros. Las vi por primera vez… y en ese instante supe que el cielo me había tocado. Ese día me convertí en tía. Una hermosa morena y una radiante rubia llenaron la habitación con una luz que desbordaba cualquier rincón. Aquel espacio, se transformó en un escenario sagrado, testigo del nacimiento de dos vidas que cambiarían la mía para siempre.

Ese día no solo nacieron dos niñas. Nacieron también dos propósitos, dos razones para creer que la vida siempre guarda milagros en los momentos más simples. Llegaron al mundo a través de una mujer valiente: mi hermana Lissaura. Con la fuerza silenciosa que solo las madres conocen, —con solo dos minutos de diferencia entre ellas—, las trajo a esta tierra con el alma abierta y el corazón encendido. En sus brazos, ellas fueron esperanza. Fueron amor puro. Fueron el inicio de una nueva historia. Y desde entonces, comprendí que los milagros vienen del cielo y nacen entre nosotros.

Su madre las llamó Marie Liz y Liz Marie, una combinación nacida del amor, en honor a nuestra madre María y al propio nombre de Lissaura. Dos nombres entrelazados que desde el primer día contaban una historia de raíces, fuerza y legado.

Han pasado quince años desde aquel milagro, pero en mi alma vive ese momento en que el corazón de Dios decidió latir en dos cuerpos distintos.

Mi hermana Lissa —como cariñosamente la llamábamos— fue una de las madres más valientes y amorosas que he tenido el privilegio de conocer. Pero, por diseño del Padre, aunque para nosotros demasiado pronto, partió de este mundo en abril de 2018. Con su despedida física, me dejó el mayor regalo que podía confiarme: sus hijas, que entonces apenas tenían ocho años. Aún recuerdo, con el corazón apretado, aquel momento en su lecho cuando, con la paz de quien ha amado bien, me dijo: “Estoy tranquila… sé que las vas a cuidar muy bien”.

Desde el día en que el Señor quiso que yo tomara su lugar —no como un reemplazo, sino como un puente entre su amor y su legado— las abracé como hijas. No por sangre, sino por alma. No por deber, sino por amor. Las he visto crecer entre del dolor y la esperanza, convertirse en jóvenes valientes, resilientes, con una dulzura que desarma y una fortaleza que inspira. Ellas son parte de mi motivo, de mi oración diaria, y mi lección viva de que el amor verdadero no conoce fronteras.

Ayer, mis amadas hijas —Marie y Lily, como las llamamos con ternura— cruzaron el umbral sagrado de los 15. Dejan atrás la infancia, y con cada paso, una nueva mujer empieza a florecer en cada una de ellas. 

Es mi oración que el favor del Altísimo las acompañe; que su gracia abunde en sus vidas, que los caminos se abran, los sueños se cumplan, y sus propósitos eternos brillen con fuerza. Oro para que Dios guarde sus corazones, las dirija con ternura y les revele, paso a paso, todo lo que está escrito sobre sus vidas.

Bendigo cada don que hay en ellas: lo hermosas que son por dentro y por fuera, su creatividad, su arte, su ternura, su risa. Son luz en mis días, música en mi alma y cada abrazo suyo es la eternidad tocando mi corazón. Le pido al cielo que me conceda el privilegio de seguir viéndolas crecer, soñar, amar, y volar alto… muy alto.

A ustedes mis hijas amadas: gracias por existir, por ser, por vivir. Gracias por elegirme madre. Gracias por enseñarme a amar desde lo más profundo, como solo se ama cuando se ha perdido… y se ha vuelto a encontrar. Gracias por hacerme creer en los milagros y ser un recuerdo diario de mi amada hermana.

Y a ella, mi amada Lissa, mi hermana de sangre, madre eterna de sus corazones: mientras celebramos estas quince primaveras, le pienso con el alma apretada y los ojos llenos. Su amor no se ha ido. Vive. Vive en cada risa de ellas, en cada mirada, en cada paso valiente que dan hacia la vida. 

No he intentado ser ella… pero cada día he procurado ser fiel a su memoria, honrar su ternura, su fuerza y su forma de amar. Gracias porque nos dejaste un pedazo de tu corazón con ellas. Y porque sé, con certeza que un día volveremos a encontrarnos en el lugar más bello de todos: el Cielo. 

Mientras tanto, aquí en la tierra seguiremos celebrando sus vidas, en otros junios, con mayores risas, incontables abrazos, hermosos regalos y cantos de alegría y gratitud.

Hoy te invito a que nuestra historia —tejida con amor, fe, pérdida y milagros— te recuerde que Dios nunca abandona. Incluso en el dolor, Él está sembrando propósito. Ama sin reservas, como Lissa lo hizo. Vive cada día como un regalo, como yo lo hago desde que abracé a Marie y Lily como hijas. Al final, lo que realmente importa en esta aventura de la vida, es vivir plenamente junto a quienes Dios nos ha confiado.

Y gracias, de corazón, a todos los que durante estos quince años las han amado, cuidado, atendido y orado por ellas. A quienes han estado cerca, y a los que, desde lejos, nos bendicen con su cariño. Ustedes son parte de esta historia. ¡Gracias por dedicar un momento de su tiempo para celebrarlas, es muy valioso para nosotros!

 

«Porque yo sé muy bien los planes que tengo para ustedes —afirma el Señor—, planes de bienestar y no de calamidad, a fin de darles un futuro y una esperanza.» (Jeremías 29:11 NTV)

 

¡Feliz y bendecida semana!

 

Con cariño,

 

Nataly Paniagua