Observaba el ataúd, rodeado de flores. Orquídeas exóticas, lirios blancos, claveles suaves, y muchas, muchísimas rosas. Coronas cuidadosamente dispuestas, como si quisieran rendirle honor al alma que acababa de partir. Un hermoso escenario para la última escena en este plano terrenal.

Eran flores bellas, perfumadas, vivas... pero ella ya no podía olerlas. Él, su amado se mantenía en pie, con el rostro sereno y los ojos llenos. No de lágrimas, sino de memorias. De todos los días compartidos. De los silencios cómplices. De las risas suaves al final del día. Y, sobre todo, de ese pequeño gesto que se volvió un ritual sagrado: colocar rosas rojas y blancas en el jarrón de la sala, cada semana, durante más de treinta años.

No necesitaba una fecha especial. No había una razón concreta. Solo sabía que a ella le encantaban. Y eso bastaba. Él le regaló rosas mientras ella podía olerlas. Y quizás por eso su corazón, aún en medio de la pérdida, no sangraba de arrepentimiento, sino que latía con la dulce paz del amor expresado a tiempo.

La vida, por más larga que parezca, es apenas un suspiro en la eternidad. A veces lo olvidamos. Vivimos como si tuviéramos garantizado un “después”, como si la vida nos debiera tiempo. Vamos aplazando gestos, postergando abrazos, escondiendo palabras… esperando el momento perfecto, la ocasión especial. Pero lo cierto es que no hay nada más frágil, más efímero y valioso que el tiempo que tenemos aquí.

Es que real y efectivamente “estamos de pasada”. Nadie tiene comprado el mañana. Lo único real, lo único que podemos abrazar, es este preciso instante. Y entonces, ¿por qué no hacer que cada instante valga? ¿Por qué no decir “te amo” hoy, ahora? ¿Por qué no dar ese abrazo que estás guardando para cuando “sea el momento”? ¿Por qué no regalar rosas, aunque sea lunes y no haya ninguna celebración? Porque las flores más hermosas no son las que adornan un funeral, sino las que llegan mientras aún hay quien pueda olerlas. Porque los gestos que sanan no son los que se hacen en la ausencia, sino los que se entregan en vida.

No vinimos a esta tierra para siempre. Ninguno de nosotros. No hay boleto de regreso ni fecha exacta para la despedida. Cada amanecer que tenemos es un regalo que no todos reciben. Cada abrazo que damos o dejamos de dar puede ser el último. Cada palabra no dicha, cada “te amo” guardado, cada “gracias” que no expresamos, es una flor marchita que pudo haber dado alegría y no lo hizo.

Por eso hoy, más que nunca, te invito a vivir. Pero vivir de verdad. No simplemente respirar, existir o sobrevivir… sino vivir con intensidad, con propósito, con amor. Vive como si supieras que no hay tiempo que perder. Porque, aunque suena fuerte decirlo, no lo hay.

Regala rosas mientras puedan olerlas. La vida es hoy. Las personas que amas están ahora. Llámalas. Abrázalas. Perdona. Pide perdón. Dile a tu madre cuánto la valoras, aunque no sea perfecta. Dile a tu padre cuánto le agradeces, aunque a veces no sepa expresarse. Diles a tus hijos lo orgulloso que estás, aunque tengan errores. Diles a tus amigos que los amas, que su existencia marca la tuya.

Haz el bien. Sirve. Escucha. Regala sonrisas, aunque el día sea gris. A veces una sonrisa sincera puede ser el rayo de sol que otra persona necesitaba para no rendirse. Acompaña sin juicio.
Abraza como si fuera la última vez, porque un día —aunque no sepas cuál— lo será.

Al final, nadie recordará cuántos títulos tuviste, ni cuánto ganaste, ni qué tan ocupado estabas. Te recordarán por cómo hiciste sentir a otros. Por tus gestos simples. Por tu humanidad. Por las rosas que diste a tiempo. Cuando llegue tu propia última escena, que quienes te rodeen no tengan que llorar por lo que no fue. Que puedan decir, con una mezcla de tristeza y gratitud: “Vivió con amor. Estuvo presente. Regaló rosas mientras podíamos olerlas.”

No vivas esperando el “algún día”. No guardes tus sentimientos. No escondas tu afecto. No te vayas dejando pendientes del alma. Haz hoy lo que mañana podrías lamentar no haber hecho. Regala rosas. Regala gestos. Regala presencia. Porque mientras haya alguien que las pueda oler, mirar, sentir o agradecer… hay vida. Y donde hay vida, hay posibilidad.

Estamos de pasada, sí. Pero que tu paso deje amor, perfume y memoria, mientras nos preparamos para nuestro hermoso destino final: el Cielo.

 

«La tierra no deberá venderse para siempre, porque es mía, y ustedes están en mi tierra como extranjeros y huéspedes.” (Levítico 25:23 DHH)

¡Feliz y bendecida semana!

 

Con cariño,

 

Nataly Paniagua